Kathmandu es un hervidero de casi medio millón de personas. Kathmandu tiene varias joyas para ambas religiones. En Budanath está una de las mayores estupas budistas de Nepal con su cúpula blanquísima sobre la que miran a los cuatro vientos los ojos de Buda que todo lo ven. Igual hacen los ojos coloreados del templo de Suayambunath, erguido en una alta colina que domina la planicie de Kathmandu. Los fieles suben hasta él por una larga escalinata, llevan arroz, pequeñas flores y aceite y encienden infinidad de lamparitas para componer su ofrenda. Al viento ondean sus mantras, sus oraciones escritas en tibetano y giran sin parar en torno a la estupa los molinillos del Om mani padme hum, la oración que se repite una y otra vez en las alturas.
Ayer visité en solitario el templo induista de Pasupatinath. Quise hacerlo así para no distraer la mirada, para atender a los rituales con profundidad. Pasupatinath es el segundo lugar sagrado en el mundo para los induistas, los seguidores de Brahma, el principio creador; Shiva, el creador y destructor y Visnu o Narayán, el protector y regenerador. Cuatro de cada cinco nepalís son induistas, casi toda la población de Kathmandu.
En Pasupatinath, a las orillas del turbio río Baghmati rinden culto a su fe pero sobre todo a sus muertos. La de ayer era apenas una niña. Su cuerpo menudo de diez años descansaba sobre la orilla del río, vestido con sus últimas ropas en vida, envuelto en sedas de color de rosa. Padre y madre permanecían sentados en la distancia, serenos, sin muestras externas de dolor. Sólo le habían llorado en el viaje desde su pobre casa, le habían cantado en un largo ritual con participación de toda la familia.
La pira de leña fue preparada. Se despojó a la niña de sus ropas que fueron arrojadas al río, se envolvió de nuevo su cuerpo con las sedas y en las manos delicadas de dos hombres dio varias vueltas a la pira de troncos. La depositaron suavemente y descubrieron su cara, tierna, de expresión infinita.
Pusieron arroz en su boca, también entre sus manos. Le adornaron con collares de flores de color naranja. Y sobre su pecho encendieron una mecha. Lo cubrieron todo con largos haces de paja, extendieron el fuego por todo su derredor. En la distancia padre y madre conversaban, miraban en un último adiós sin lágrimas, sin dolor en el rostro.
En Nepal la vida y la muerte están muy cercanas. La vida tiene mucho de supervivencia y de dolor. La llegada a la muerte no es el final sino el comienzo de otro camino.
La visita de Miss Hawlley
Ha llegado montando un viejo Volkswagen pato de los años sesenta con matrícula roja nepalí y conducido por un lozano y joven autóctono. El suyo es un cuerpo espiritual enfundado en un fino vestido a rayas verticales y ceñido por un cinturoncillo de la misma tela. Camina sobre unas chancletas estrechas y cubre su cabeza con un pelo rubio cardado escasamente y con un toque de peluquería barata. De palidez casi cadavérica, la expresión de su rostro es una interrogación continua. Sobre la punta de su nariz apoya unas medias gafas que utiliza para leer los interrogatorios.
Una llamada había anunciado de víspera su llegada y acaba de cruzar el umbral de la puerta del hotel Ghauri Shankar de Kathmandu preguntando por los miembros de la Expedición al Everest. Sin mediar muchas palabras, suelta un good moorning, pregunta por el jefe de expedición y tras decir quien es extiende una ficha a cada uno de los alpinistas. Datos de identificación, profesión, puesto en la expedición, patrocinadores, objetivos… todo lo quiere saber.
Miss Hawley interroga a Bañales y Madariaga en Kathmandu (Foto Santiago Yaniz).
Es nada menos que Miss Elizabeth Hawlley, una vieja conocida de todos los asiduos a las montañas del Himalaya. En su tarjeta de presentación se identifica como corresponsal en montañismo para la agencia Reuters, para el American Alpine Journal, el Himalayan Journal, las revistas Alp, Climber, Climbing, Klettern, Neue Zürcher Zeitung, Vertical y Yama-Kei, aunque hay quien afirma que puede también serlo hasta de la C.I.A.
En realidad Miss Hawlley pasa revista e interroga a cada uno de los alpinistas que desde Kathmandu se encamina hacia una alta montaña. Es muy difícil que nadie se escape a su control, si no directo, indirecto. A la ida y al regreso. Inquiere a los alpinistas sobre ellos mismos pero también sobre los demás. Y así ata cabos. Sabe quien ha subido y quien no a tal o cual cima, sabe si lo ha hecho por tal o cual ruta, si dice verdad o engaña.
Su censo de ascensiones, habitualmente cotejado con el bilbaino afincado en Londres Javier Eguskiza, es casi infalible. La Hawlley y Eguskiza se conocen cada palmo de las rutas de los ochomiles del Himalaya, mejor que cualquier alpinista, sin haber estado nunca en ellos.
De sus indagaciones tampoco los vizcainos nos libraremos. Seremos sinceros.
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