Una larga visual hacia el camino de partida de la expedición vizcaina sobre el valle de Khumbu (Foto Santiago Yaniz
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La montaña se quiere desde casa, se sueña, se imagina. Se admira en los libros de quienes llegaron primero, de quienes la dibujaron en hermosas y atractivas imágenes. Se hace realidad después mediante el trabajo, a través del esfuerzo de voluntad de alcanzar sus laderas. El alpinista se identifica entonces con su ídolo, se acerca a su corazón a través de la montaña que le acompaña. En ella irá luego a materializar sus sueños, su lucha particular y sus deseos de vencerla.
Terminará su período de lucha como vencedor o vencido, la montaña será dominada o dominadora y allí acabará la lucha.
El alpinista alterna en ese momento su sueño; la lejanía y los paisajes, la epopeya de las cumbres pierde su interés. El sueño vuelve al hogar, al calor humano, a los recuerdos cotidianos. El alpinista da la espalda a su montaña, su anhelo se convierte en objeto rechazado. Es una forma de sentirlo vencido. Es sólo el deseo de volver. Tiempo después el sentimiento será inverso. Porque siempre hay un deseo de volver a donde uno lleva sus sueños.
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