Su orgullo era ya imparable, creciente si cabe. Viaje alpinístico, vuelta a casa, nueva partida vendrían a ser hábito para Oiarzabal. Ese continuo viaje formaba parte y lo hace todavía de su espíritu. "Cuando estoy fuera un mes estoy deseando volver y cuando llevo aquí quince días me falta el tiempo para marcharme" , ha afirmado en más de una ocasión. Es la vida de su ciudad la que le engancha, los amigos, las tardes de sociedad, una buena partida de mus en tertulia. Y de ella no puede ni quiere escapar porque reconoce que es de las cosas que merecen la pena.
Por el contrario no es un filósofo, ni tampoco un romántico. ¿La montaña?, es una cosa de costumbres, de aficiones contraídas como cualquier otra. Pero allí es tenaz, insistente. Esa es su fortaleza.
"Hay que tener muy claro que allí se sufre, que las pasas canutas y si aguantas serás capaz de llegar arriba" , explica como teoría fundamental.
Tan alabado por unos como criticado por otros Oiarzabal se defiende con parecidos argumentos que quienes le atacan. "Son envidias; en nuestro mundo también hay
muchas envidias y mucha primadona, todos queremos que se nos reconozca" , aclara.
La carrera ochomilista le ha quitado ya algún día el sueño, particularmente cuando piensa que algún día puede adelantársele cualquier contrincante amigo. El año dos mil es su fecha reto, aunque él asegura no tener demasiada prisa. "Si puedo estará bien, ya tengo mis planes aproximados, pero si no salen pues no pasará nada", dice Oiarzabal.
Esa larga vida alpinista ya le ha pegado algún buen susto y en los últimos años ha podido parecer que la mala suerte le perseguía.
¿Accidentes?, muchos, -aclara- escalando en Egino me estrené; después en el Tozal del Mallo, también en coche. Pero para mí el peor momento en la montaña fue el que viví en el Shisha Pangma. Vi la muerte de cerca, muy cerca y sufrí mucho, como nunca en la montaña. Y además con el recuerdo de Zulu al lado", termina.
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