Eran las seis de la mañana. Gyalsen y Ang Dali habían tomado ya su desayuno y partían al poco camino de la cascada de hielo. Su misión era colocar una nueva escalera para poder atravesar una nueva grieta abierta en los últimos días. Su tarea se repite casi cada día. Los rehielos nocturnos, con temperaturas en altura cercanas a los quince grados bajo cero, provocan un continuo movimiento de los bloque de hielo y un crujido permanente en el glaciar. "Si salís una hora después de nosotros, no problem", había dicho Gyalseng.
Y así hicieron Posada, Rubio, Ruiz y Orbegozo. Bajo los once grados de la mañana calzaron sus botas dobles, se abrigaron para vencer el viento de cuchillo y repasaron la mochila preparada la víspera. "Talkies, rollos de fotos, máquinas, cámara digital, barritas energéticas para el camino, guantes de repuesto, baterías de repuesto, lámpara frontal…", ¿ya lo lleváis todo?, recalcaba insistente el doctor.
Cada uno llenó su cantimplora o su termo; con agua y polvos energéticos, con té azucarado… al gusto.
Ansiedad e incertidumbre en las vísperas de la partida (Foto Santiago Yaniz)
El desayuno estaba preparado. Huevos cocidos, copos de arroz, leche aguada, agua caliente para hacer té, cacao, polvos de café instantáneo, miel, mermelada… y nervios de despedida.
Permanecieron media hora escasa sentados, otra media enredando; la mochila, la bota, el arnés… El resto de expedicionarios pululando a su alrededor.
Una foto, otra. Nervios. Eran más de las siete y media. Todo el día por delante para llegar al campo II. La cascada arriba, amenazadora bajo las sombras. Sería la última vez que tocaría ascenderla. Por fin la última.
Llegó el momento de partir. Algunos les seguimos con las cámaras, hasta el alto donde la puja bendice a quienes caminan hacia el Everest.
"¡Buen viaje hacia las alturas!", dijo alguien.
"Nos vemos arriba. ¿Vale?".
Casi fue una despedida, como las que se hacen cuando alguien se va de viaje. Desde la colina, con el brazo en alto.
Un largo paseo de sólo cinco días.
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